Libros de verano
02.07.2008 - JUAN VELLIDO
EL poeta, músico y ensayista estadounidense Ezra Pound, adscrito a la 'Generación perdida' y autor de 'Cantos', aseguró a un periodista español que «un hombre no puede comprender un libro en profundidad antes de haber visto y vivido al menos una parte de lo que contiene». Por su parte, Victor Hugo, el escritor francés nacido en París a primeros del siglo XIX, autor de 'Los miserables', dejó escrito en sus 'Fragmentos': «Hay algunos que tienen una biblioteca como otros tienen un harén». Aun así, las editoriales se obstinan en dar cuenta, cada año, de unas lecturas para el verano, como si la canícula nos trajera el pálpito de las narraciones de aventuras, la ciencia ficción, o la novela histórica. Y es que, durante lustros, las empresas que comercian con la venta y distribución de libros, sacan al mercado un catálogo de títulos para esta época del año con que, como las heladerías, o las gaseosas con vino tinto, parecen ofrecer productos refrescantes; tramas con que mitigar los calores, relatos para calmar los sofocos de julio y agosto.
Los relatos de aventuras, la novela histórica, las grandes sagas detectivescas son, en realidad, lecturas de todo el año. Pero ocurre que, como la Navidad tiene sus libros de invierno, el calor parece tener su contrapunto en los mares del sur, en los viajes alrededor del mundo, o en las intrigas fraguadas hace siglos alrededor de las pirámides de Egipto. Estrategias de mercado en un mundo, el editorial, que cada año gana en números y acaso pierde en lectores.
Pero aunque cada año hay más libros publicados, las tiradas son sensiblemente más cortas. No es sino la paradoja del mundo editorial español en que un helado podría equipararse a una biblioteca en la medida, proporcional y directa, en que un verano es «tiempo de lecturas refrescantes».
Anuncia así, el Instituto Nacional de Estadística, que en 2007 se publicaron en España la friolera de 72.914 libros y folletos, pero que la tirada se redujo un 19,4 por ciento, hasta situarse en 3.111 ejemplares por libro editado. Sin embargo, todo autor avezado sabe que estos datos son una falacia, una quimera que, como el monstruo imaginario que, según la fábula, vomitaba llamas y tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón, no es más que un invento mitológico, ya que la gran mayoría de los libros editados en nuestro país lo hacen con tiradas de 1.000 o de 2.000 ejemplares, sobre todo si se trata de libros de literatura, historia y crítica literaria, que son los asuntos más tratados. No hablaremos de los libros de poesía que, a menudo, no sobrepasan tiradas de 500 ejemplares.
Y tampoco hablaremos de los libros que leen quienes desde el poder pretenden imponer 'palabros' a esta lengua nuestra iberorrománica, ignorantes acaso de que el idioma no se hace a capricho de los ministros, sino al socaire de los siglos que, como el habla nuestra, ha necesitado de la evolución de una gran familia de lenguas romances para alcanzar el horizonte que hoy le otorga prestigio y rango con más de 400 millones de hablantes. Lástima que para hacerse valer como personas, haya quien precise de inventar fáciles y ramplones neologismos, tan ufanos, y tan vulgares, que a poco que se pronuncian dan fe de la estulticia de quienes los proclaman.
Muy leídos, lo que se dice muy leídos, no es que sean quienes pregonan a bombo y platillo enmiendas inmediatas para equiparar nuestro lenguaje a su feminismo de pacotilla; por eso, quienes así claman, podían empezar acaso este verano por leerse siquiera uno de esos libros 'refrescantes' de un escritor famoso, aunque el narrador Robert Benchley ya dejó escrito que quizá talento y libros más vendidos no siempre van de la mano: «Me llevó quince años descubrir que no tengo talento para escribir. Pero no pude dejar de hacerlo, pues para ese entonces yo ya era demasiado famoso».
Si, como decía el dramaturgo, novelista y poeta dublinés, Samuel Beckett, «las palabras son todo lo que tenemos», muchos no tienen apenas nada, bien porque sus palabras se encuentran enclaustradas en los libros que sirven de adorno a sus bibliotecas, bien porque esas palabras halladas son tan necias que, para poder expresarse, han de inventar otras que designen lo que ellos desean.
Los libros de verano, sin embargo, tienen un efecto refrescante, o tonificante, o tal vez calmante de los malos propósitos que a uno le vienen ante la majadería de esos botarates que se dan ringorrango con el eco de sus púlpitos. Incluso nos sirven para remedar el vértigo de los titulares, o subtítulos, o parla de antología que a menudo coloniza las tribunas y los medios de comunicación españoles. Sírvanos como ejemplo probatorio la lectura de la leyenda publicada hace unos días, en una revista provincial, de información general, que calificaba así a una de sus colaboradoras de opinión: «Fulanita de Tal, presidenta del colectivo de jóvenas y miembra de la plataforma andaluza ( )».
Para calmar el arrebato que provoca semejante desvarío van muy bien las llamadas «lecturas refrescantes», sean los relatos de misterio de la escritora británica Agatha Christie, las historias de Sherlock Holmes ideadas por el escocés Arthur Conan Doyle, las narraciones del escritor francés Julio Verne, o las aventuras de Harry Potter debidas a la pluma de Joanne K. Rowling. Pero, en realidad, toda la literatura nos sirve, nos restituye el ánimo ante el atropello que a diario se inflige a nuestra lengua. Y, se diría, tras la lectura de uno de estos «relatos refrescantes» o lecturas de verano, uno advierte los matices que de bálsamo hay en todo relato de aventuras y de misterio, pues a la intriga de la trama se sucede el alivio del desenlace. Y este efecto nos salva de cometer un atentado
EL poeta, músico y ensayista estadounidense Ezra Pound, adscrito a la 'Generación perdida' y autor de 'Cantos', aseguró a un periodista español que «un hombre no puede comprender un libro en profundidad antes de haber visto y vivido al menos una parte de lo que contiene». Por su parte, Victor Hugo, el escritor francés nacido en París a primeros del siglo XIX, autor de 'Los miserables', dejó escrito en sus 'Fragmentos': «Hay algunos que tienen una biblioteca como otros tienen un harén». Aun así, las editoriales se obstinan en dar cuenta, cada año, de unas lecturas para el verano, como si la canícula nos trajera el pálpito de las narraciones de aventuras, la ciencia ficción, o la novela histórica. Y es que, durante lustros, las empresas que comercian con la venta y distribución de libros, sacan al mercado un catálogo de títulos para esta época del año con que, como las heladerías, o las gaseosas con vino tinto, parecen ofrecer productos refrescantes; tramas con que mitigar los calores, relatos para calmar los sofocos de julio y agosto.
Los relatos de aventuras, la novela histórica, las grandes sagas detectivescas son, en realidad, lecturas de todo el año. Pero ocurre que, como la Navidad tiene sus libros de invierno, el calor parece tener su contrapunto en los mares del sur, en los viajes alrededor del mundo, o en las intrigas fraguadas hace siglos alrededor de las pirámides de Egipto. Estrategias de mercado en un mundo, el editorial, que cada año gana en números y acaso pierde en lectores.
Pero aunque cada año hay más libros publicados, las tiradas son sensiblemente más cortas. No es sino la paradoja del mundo editorial español en que un helado podría equipararse a una biblioteca en la medida, proporcional y directa, en que un verano es «tiempo de lecturas refrescantes».
Anuncia así, el Instituto Nacional de Estadística, que en 2007 se publicaron en España la friolera de 72.914 libros y folletos, pero que la tirada se redujo un 19,4 por ciento, hasta situarse en 3.111 ejemplares por libro editado. Sin embargo, todo autor avezado sabe que estos datos son una falacia, una quimera que, como el monstruo imaginario que, según la fábula, vomitaba llamas y tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón, no es más que un invento mitológico, ya que la gran mayoría de los libros editados en nuestro país lo hacen con tiradas de 1.000 o de 2.000 ejemplares, sobre todo si se trata de libros de literatura, historia y crítica literaria, que son los asuntos más tratados. No hablaremos de los libros de poesía que, a menudo, no sobrepasan tiradas de 500 ejemplares.
Y tampoco hablaremos de los libros que leen quienes desde el poder pretenden imponer 'palabros' a esta lengua nuestra iberorrománica, ignorantes acaso de que el idioma no se hace a capricho de los ministros, sino al socaire de los siglos que, como el habla nuestra, ha necesitado de la evolución de una gran familia de lenguas romances para alcanzar el horizonte que hoy le otorga prestigio y rango con más de 400 millones de hablantes. Lástima que para hacerse valer como personas, haya quien precise de inventar fáciles y ramplones neologismos, tan ufanos, y tan vulgares, que a poco que se pronuncian dan fe de la estulticia de quienes los proclaman.
Muy leídos, lo que se dice muy leídos, no es que sean quienes pregonan a bombo y platillo enmiendas inmediatas para equiparar nuestro lenguaje a su feminismo de pacotilla; por eso, quienes así claman, podían empezar acaso este verano por leerse siquiera uno de esos libros 'refrescantes' de un escritor famoso, aunque el narrador Robert Benchley ya dejó escrito que quizá talento y libros más vendidos no siempre van de la mano: «Me llevó quince años descubrir que no tengo talento para escribir. Pero no pude dejar de hacerlo, pues para ese entonces yo ya era demasiado famoso».
Si, como decía el dramaturgo, novelista y poeta dublinés, Samuel Beckett, «las palabras son todo lo que tenemos», muchos no tienen apenas nada, bien porque sus palabras se encuentran enclaustradas en los libros que sirven de adorno a sus bibliotecas, bien porque esas palabras halladas son tan necias que, para poder expresarse, han de inventar otras que designen lo que ellos desean.
Los libros de verano, sin embargo, tienen un efecto refrescante, o tonificante, o tal vez calmante de los malos propósitos que a uno le vienen ante la majadería de esos botarates que se dan ringorrango con el eco de sus púlpitos. Incluso nos sirven para remedar el vértigo de los titulares, o subtítulos, o parla de antología que a menudo coloniza las tribunas y los medios de comunicación españoles. Sírvanos como ejemplo probatorio la lectura de la leyenda publicada hace unos días, en una revista provincial, de información general, que calificaba así a una de sus colaboradoras de opinión: «Fulanita de Tal, presidenta del colectivo de jóvenas y miembra de la plataforma andaluza ( )».
Para calmar el arrebato que provoca semejante desvarío van muy bien las llamadas «lecturas refrescantes», sean los relatos de misterio de la escritora británica Agatha Christie, las historias de Sherlock Holmes ideadas por el escocés Arthur Conan Doyle, las narraciones del escritor francés Julio Verne, o las aventuras de Harry Potter debidas a la pluma de Joanne K. Rowling. Pero, en realidad, toda la literatura nos sirve, nos restituye el ánimo ante el atropello que a diario se inflige a nuestra lengua. Y, se diría, tras la lectura de uno de estos «relatos refrescantes» o lecturas de verano, uno advierte los matices que de bálsamo hay en todo relato de aventuras y de misterio, pues a la intriga de la trama se sucede el alivio del desenlace. Y este efecto nos salva de cometer un atentado
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