
NO sé bien por qué dijo Orhan Pamuk que es obligado andar por las calles de Estambul con la boca cerrada. Será por la humedad. O si no, por el fuerte olor de las mil fritangas de pescado que suben por toda la ciudad antigua desde el puente de Gálata, en la orilla de Eminonu, donde la prisa de los mercadillos y el caos de los ferries no impiden que los bocadillos de sardinas fritas o a la parrilla sean casi un patrimonio irrenunciable de la humanidad. Pero insisto en que no entiendo del todo el porqué de la recomendación de Pamuk sobre la boca cerrada, ya que la luz, el paisaje del Bósforo y la magnificencia de un imperio que se fue emboban y justifican la boca abierta de cualquier tonto vestido de turista. Porque a pesar de que yo llegara a Estambul de noche, bien de noche, justo cuando las luces del Bósforo no apuntaban más que el desorden marítimo de los mil barcos en tránsito, también pude ver de madrugada terminal y con la boca abierta el milagro plástico de un sol saliente que despejaba la bruma y enseñaba la geografía apasionante de las mezquitas sobre el Bósforo. Lo hice desde ese Hotel Intercontinental cerca de la plaza Taksim, sí, con mirador panorámico en la planta 28 y bar con daiquiris y música afrocubana en la 29, todo ello ejemplo risible de la aspiración turca por el cosmopolitismo entre dos, tres o cuatro mundos. Curiosa contradicción, además, porque el ritmo de la guaracha se durmió cuando se despertaron los rezos simultáneos en las cuatro grandes mezquitas de la ciudad, incluidas la de Solimán y la de Sultanahmet, como recordatorio de la vigencia islámica en forma de sonido que bailaba por cúpulas, semicúpulas y minaretes. No era época de ramadán, afortunadamente, porque en el viejo restaurante Pandeli la gente comía a dos manos el kebab con yogur, la gran especialidad de la casa, acompañado de vino Yakut y pastelitos o blakavas como epílogo dulzón. Pues sería el epílogo dulzón o el Edmundo de Montecristo que me fumé sentado en la mesa de Pandeli con ventana al mercado de las especies, pero el caso es que también pasé allí media tarde con la boca abierta, mirando el regateo gestual, el trapicheo manual y hasta el envasado al vacío de saquitos de cayena y mirra o de bolsas verdosas con pistachos pelados. Lo mismo que en Santa Sofía, donde los grupos de turistas se entregan a la inmensidad espacial con la boca abierta, babeando y forzando el cuello cuando reconstruyen con la mirada el mosaico descompuesto de Constantino y Justiniano. La picardía turcaSerá bueno el consejo de Pamuk, seguramente. A lo mejor también pretende evitar la fácil identificación del turista, el señalamiento de una víctima para esos taxistas que logran la suprema prestidigitación con los billetes de 50 liras, cuyo valor mengua repentinamente en una carrera entre el Palacio Topkapi y el Gran Bazar. Todo con grandes sonrisas del malhechor, claro, y con la boca abierta del timado, extasiado ante el amable asesinato de su inteligencia. Pero había también americanos fondones en el Gran Bazar, boquiabiertos por el precio astronómico de un tejido otomán, al que un turco rizoso otorgaba con prosapia multilingüe un origen tan noble como el de un tapiz que recubría las paredes en un decadente palacio de los bajás. Boquiabiertos, igualmente, los franceses que se bañaban en la piscina del Hotel Ciragan, mirando al Bósforo en un palacio que cambió los sultanes reformistas por conserjes y botones o la sala del trono por un buffet de lujo, en el que los meze calientes o fríos se riegan con un rosado espumoso de origen incierto. Ya digo que todo Estambul es como una gran boca abierta, por la que se introduce el asombro de la memoria visual. Una gran oquedad en la que se albergan imágenes de la antigüedad, para consumo y deleite del turista. Una oquedad gloriosa e histórica, sí, navegable como la cisterna bizantina de Constantino el Grande, en la que se penetra como en el infierno de la 'Divina Comedia', pero sin perder la esperanza por los húmedos escalones. Justo la misma cisterna en la que Sean Connery y el 'bon vivant' de Pedro Armendáriz conspiraban en 'Desde Rusia con amor', remando entre columnas de mármol para dinamitar cualquier veleidad comunista en la guerra fría. Boca abierta la de 007 o Sean Connery, naturalmente, porque en la película también miraba extasiado la inmensa oscuridad húmeda de la cisterna y hasta las dos cabezas de una Medusa que observa y seduce.Todo es asombro en Estambul, ya se ve, por lo que nunca es fácil seguir el consejo de Pamuk. No lo es en la planta 13 de la Plaza de Besiktas, en ese ultramoderno restaurante llamado Vogue, cuando las vistas del Bósforo no se adornan con la música otomana o con las roscas de pan de sésamo, sino más bien con la doble sorpresa de una terraza 'chill out' y un sushi bar en el que oficia un turco con bigotes que no es, precisamente, de Osaka o Yokohama. No lo es, tampoco, en ese viaje con motora o ferry camino del Cuerno de Oro, en el que se atisba una geografía humana cambiante y decadente, llena sorpresas visuales y olfativas. Lo mismo que en cualquier hamam de la ciudad, donde los baños y los masajes dejan tan traspuesto al cliente complacido, que hasta olvida articular palabra en tanto en cuanto los músculos no despierten de su sopor placentero.Pero el viaje de la boca abierta al Estambul de la encrucijada entre Oriente y Occidente tiene también su final, como en la estación terminal de un viaje de Agatha Christie en el Orient Express, en este caso sin el asesinato dirigido por Sydney Lumet que luego descubre Albert Finney como Hércules Poirot. Final del asombro permanente, claro, cuando se cierra la boca camino de un aeropuerto que sirve de metáfora para la vuelta a un mundo de cotidianeidad previsible.
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