Deformar el Estado
Porfirio Muñoz Ledo /El Mundo de Córdoba
México 27 de junio, 2008
Cuando fuimos convocados para replantear la arquitectura constitucional del país suponíamos que el Congreso estaba asumiendo el papel histórico que le correspondía frente a la ostensible ilegitimidad del Ejecutivo.
En ese entendido aceptamos el desafío consejeros, especialistas, organizaciones civiles y los propios partidos políticos. El número y calidad de las proyectos fue considerable y, en algunos temas, bien articulado.
La columna vertebral de las deliberaciones era el régimen de gobierno. En ese capítulo se incluyeron tanto el equilibrio entre los Poderes como la revisión de sus facultades, la reelección legislativa, la segunda vuelta electoral, el sistema representativo y la dimensión del Congreso.
Cuestiones torales quedaron también comprendidas: modalidades de la democracia directa y participativa, rendición de cuentas, política exterior de Estado y método para emprender una revisión integral de la Constitución.
Por un infortunio deliberado, esos temas fueron los grandes ausentes de las conclusiones alcanzadas. El grupo responsable de procesarlos casi nunca se reunió y las fracciones parlamentarias no manifestaron interés en promoverlos. Revelaron una ausencia patética de visón de Estado y una incapacidad congénita para lograr grandes acuerdos nacionales. Optaron por el juego irresponsable de concesiones mutuas y faltaron al deber que ellos mismos se habían dado. Convirtieron la promesa en mascarada.
La mayoría de las propuestas apuntaba a la parlamentarización del sistema, en diversos grados. Esto es, al tránsito entre la separación y la cooperación entre los poderes, mediante la diferenciación del Estado respecto del Gobierno y la formación de mayorías políticas estables. Es por ende incomprensible que, en sentido contrario de un prolongado debate, el Senado haya festinado modificaciones constitucionales que eximen al Ejecutivo de toda presencia en el Congreso.
Sería difícil encontrar un país en que el Jefe del Estado no asista a la inauguración de sesiones del parlamento, mientras todos los Jefes de Gobierno acuden a responder las interpelaciones que les formulan los legisladores. Si la aberración que se propone llegara a adoptarse, en México se aboliría cualquier contacto físico, ceremonial o parlamentario entre los titulares del Ejecutivo y el Congreso. Quedaría sólo la relación por correspondencia y mañana por internet.
Los argumentos pregonados uniformemente por numerosos medios son irrisorios. Se trataría de “democratizar la Presidencia” y derogar el “ritual faraónico” característico de su comparecencia. Eso es lo que iniciamos desde 1988, derribando el mito de la intocabilidad presidencial y culminamos en 1997, al establecer el más estricto equilibrio entre poderes y sustituir el “día del Presidente” por una jornada solemne del Congreso.
Como sostiene Bernardo Bátiz, la “ley del péndulo” nos ha llevado al extremo opuesto “en que los agravios de los presidentes a su pueblo se reclaman precisamente en el recinto parlamentario y el día del informe”. Los legisladores no lo ignoran. Ocurre que unos quieren proteger a su jefe, otros se rehúsan a ser apagafuegos malpagados, y algunos más carecen de la enjundia para actuar como genuina oposición. Entre todos están cohonestando la violación del sufragio.
En vez de modernizar los mecanismos de regulación, los abaten y no miran la conveniencia de integrar en un sólo capítulo de la Constitución los preceptos concernientes a la política exterior y el régimen de tratados, como lo propusimos desde 2000.
En ese entendido aceptamos el desafío consejeros, especialistas, organizaciones civiles y los propios partidos políticos. El número y calidad de las proyectos fue considerable y, en algunos temas, bien articulado.
La columna vertebral de las deliberaciones era el régimen de gobierno. En ese capítulo se incluyeron tanto el equilibrio entre los Poderes como la revisión de sus facultades, la reelección legislativa, la segunda vuelta electoral, el sistema representativo y la dimensión del Congreso.
Cuestiones torales quedaron también comprendidas: modalidades de la democracia directa y participativa, rendición de cuentas, política exterior de Estado y método para emprender una revisión integral de la Constitución.
Por un infortunio deliberado, esos temas fueron los grandes ausentes de las conclusiones alcanzadas. El grupo responsable de procesarlos casi nunca se reunió y las fracciones parlamentarias no manifestaron interés en promoverlos. Revelaron una ausencia patética de visón de Estado y una incapacidad congénita para lograr grandes acuerdos nacionales. Optaron por el juego irresponsable de concesiones mutuas y faltaron al deber que ellos mismos se habían dado. Convirtieron la promesa en mascarada.
La mayoría de las propuestas apuntaba a la parlamentarización del sistema, en diversos grados. Esto es, al tránsito entre la separación y la cooperación entre los poderes, mediante la diferenciación del Estado respecto del Gobierno y la formación de mayorías políticas estables. Es por ende incomprensible que, en sentido contrario de un prolongado debate, el Senado haya festinado modificaciones constitucionales que eximen al Ejecutivo de toda presencia en el Congreso.
Sería difícil encontrar un país en que el Jefe del Estado no asista a la inauguración de sesiones del parlamento, mientras todos los Jefes de Gobierno acuden a responder las interpelaciones que les formulan los legisladores. Si la aberración que se propone llegara a adoptarse, en México se aboliría cualquier contacto físico, ceremonial o parlamentario entre los titulares del Ejecutivo y el Congreso. Quedaría sólo la relación por correspondencia y mañana por internet.
Los argumentos pregonados uniformemente por numerosos medios son irrisorios. Se trataría de “democratizar la Presidencia” y derogar el “ritual faraónico” característico de su comparecencia. Eso es lo que iniciamos desde 1988, derribando el mito de la intocabilidad presidencial y culminamos en 1997, al establecer el más estricto equilibrio entre poderes y sustituir el “día del Presidente” por una jornada solemne del Congreso.
Como sostiene Bernardo Bátiz, la “ley del péndulo” nos ha llevado al extremo opuesto “en que los agravios de los presidentes a su pueblo se reclaman precisamente en el recinto parlamentario y el día del informe”. Los legisladores no lo ignoran. Ocurre que unos quieren proteger a su jefe, otros se rehúsan a ser apagafuegos malpagados, y algunos más carecen de la enjundia para actuar como genuina oposición. Entre todos están cohonestando la violación del sufragio.
En vez de modernizar los mecanismos de regulación, los abaten y no miran la conveniencia de integrar en un sólo capítulo de la Constitución los preceptos concernientes a la política exterior y el régimen de tratados, como lo propusimos desde 2000.
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